Aunque, esta vez hay pocas penas que ahogar. Muy pocas. ¿Qué me ha pasado? Debería estar en casa llorando, sin ganas de hacer nada. Y me ocurre todo lo contrario. Aunque haya personas que crean que finjo, hoy tengo ganas de comerme el mundo. Estoy contenta, soy feliz. No necesito dos cubatas de más para sonreír. No tengo penas que ahogar, porque por primera vez en mucho tiempo, hay por lo menos una razón más para sonreír entre lágrimas que para fingirlo.
Y cada razón tiene un nombre propio, un nombre propio y una idea absurda e infantil, de esas que solo me gustan a mi. Si no, ¿Qué otra persona sería capaz de desear una feliz ruptura? Un pato de goma y una película preciosa a la par que infantil. ¿A quién no le gusta Campanilla? ¿Quién sería capaz de pensar en un globo de helio para animar a otra persona? O dedicar tiempo a escribir unas palabras que no me merezco... O simple e involuntariamente, ver un concierto de Melocos. Dedicar una sonrisa, una mirada. Dar un abrazo.
Tiro el Chester al suelo y lo apago con la suela del zapato de tacón.
Y, con ganas de vivir, me adentro entre todas esas personas que conozco a medias, pues aun me queda mucho de ellos por descubrir.
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